El músico argentino-israelí acaba de anunciar que sufre Parkinson
El director de orquesta Daniel Barenboim en el Palau de la Música, en una fotografía de archivo. © Andrea Zamorano/ACN
La música es un arte que reflexiona sobre la contradicción inherente al tiempo; a menudo, cuando disfrutamos nuestra sinfonía predilecta, uno puede llegar a tener la sensación de que los segundos se dilatan y la sonoridad no terminará nunca, como un eterno compás de espera. Por otro lado, la gracia de la música (del mismo sonido y del ritmo, de hecho) es que tarde o temprano tendrá que cerrar su camino para dar paso al silencio. Ocurre algo parecido con los intérpretes más aclamados; gracias a las técnicas de grabación moderna, podemos disponer en todo momento de la música interpretada por nuestros ídolos, lo que les regala una falsa áurea de eternidad. Pero los músicos, vaya por Dios, también están hechos de carne y huesos y —por mucho que la máquina eterna de míster Spotify pueda revivirlos al precio de un golpe de tecla en el teléfono— llegará un día que se las piren del recoveco de los vivos y sólo les podremos resucitar en la infinita nube del enlatado digital.
Todo esto viene a cuento porque, esta misma semana, el pianista y director Daniel Barenboim ha anunciado que sufre la enfermedad de Parkinson. La noticia no ha resultado una sorpresa, pues Barenboim ya llevaba unos tres años sin pisar los escenarios de todo el mundo y se había retirado de su trona casi eterna en la Ópera Estatal de Berlín y en la Staatskapelle de la misma ciudad. El maestro ha compartido el deseo de seguir dirigiendo a su querida orquesta Weast-Eastern Divan mientras la salud se lo permita, pero la desdichada irrupción del Parkinson nos hace temer que ya está irrumpiendo en el atardecer de su inmensísima carrera musical (¡de más setenta años sin pausa alguna!) y que no habrá más opciones de verle sentado al piano. Barenboim es uno de esos músicos que me ha acompañado toda la vida y que imaginaba eternos; que un hombre de 82 años sufra una enfermedad no es nada extraño, pero que ésta ataque a ese superhombre me saca de mis casillas.
Con el atardecer de Barenboim se acaba una raza de músicos que será difícilmente repetible, no porque —¡atrás, nostalgia!— los artistas del presente estén peor preparados que sus abuelos (de hecho, es todo lo contrario), sino justamente porque el mundo de la clásica sufre la misma híper-velocidad, espíritu volátil y competitividad enfermiza que la mayoría de fenómenos culturales de nuestro mundo, lo cual provoca que sea muy difícil que los músicos tengan tiempo suficiente como para solidificar una carrera con la necesaria paciencia. Barenboim tuvo la potra y la pericia de formarse durante unos años que retuvieron la metódica de los grandes maestros como Furtwängler y Stokowski y de poder transmitir su herencia a través de la nueva cultura de masas, todo ello en un mundo en el que un intérprete podía dirigir Tristán un lunes en Tokio y al día siguiente cascarse las variaciones Goldberg en el Carnegie Hall.
A través de su prodigiosa memoria y de una capacidad muscular supernatural, Barenboim se adaptó bastante bien a la nueva condición de pianistas-directores globetrotters. La cosa tiene cierta gracia, porque Barenboim nos regaló escasas interpretaciones auténticamente memorables (en casa, de esta generación de maestros y pianistas, nos complace más la finezza extrema de Maris Jansons y la gracia de Marta Argerich o Maurizio Pollini), porque el elemento clave de su impronta era la fuerza que exhibía a la hora de aproximarse a una partitura y, paralelamente, a la potencia inmensa que mostraba al poder abordar con igual garantías la práctica totalidad del repertorio occidental. Es en este sentido, a menudo cerebral pero también de una muscularidad pura, que la noticia de que Barenboim empiece a apagarse víctima del Parkinson nos retumba el espíritu como una patada fuerte en la entrepierna del orgullo.
Todo debe acabar tarde o temprano, es justo y cierto, pero el atardecer de Barenboim me produce una sensación parecida a que hayan robado de mi casa alguna máquina perfecta que nunca me ha fallado. Esperamos que esta coda vital no sea demasiado larga ni implique excesivos sufrimientos para nuestro héroe. A partir de ahora, ya forma parte de esta nube donde depositaremos toda nuestra memoria, que ha pasado de residir en las bibliotecas del mundo a ser el playground de los grandes tehcnobros que hacen girar las contingencias del planeta. Gracias por tanta música, ¡ché, Maestro!
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