Cambios de coordenadas hacia Europa

La creación de la CEE se produjo en virtud de la firma del Tratado de Roma en marzo de 1957. Los líderes de los países que lo habían suscrito —Alemania Federal, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos— acordaban una serie de medidas económicas para “consolidar, a través de la constitución de una serie de recursos, la defensa de la paz y la libertad”, como dice el preámbulo del tratado. Por ejemplo: el 1 de enero de 1959, los países miembros se rebajaban entre ellos el 10% de las tarifas aduaneras, hasta llegar con el paso del tiempo a la supresión total de las aduanas. Hacia la Unión, pues, por la economía

El primer día de 1959 La Vanguardia publicó una serie de balances sobre el año que había terminado. Son textos sobre política nacional, teatro o literatura o sobre la situación económica de España, en cuya dirección ya empezaban a intervenir los tecnócratas —como Ullastres y Navarro Rubio— con programática voluntad de saneamiento de las finanzas públicas para evitar el colapso de la dictadura franquista. Tras aquellas páginas iniciales había un artículo que miraba hacia delante, firmado con las iniciales S.N. A Santiago Nadal —principal responsable de la sección internacional del periódico— el director Luis de Galinsoga no dejaba que firmase las columnas con su nombre. Pero casi todo el mundo sabía que era él. Hoy, sin embargo, la valoración de su corpus periodístico está olvidada o es cautiva de los prejuicios. La tradición del liberalismo democrático de posguerra todavía no ha sido asumida.

Ese artículo era un ejemplo de ello. En “El año en que entramos” el monárquico Navidad, evolucionado del reaccionarismo al liberalismo conservador, hablaba de la crisis que se vivía en la ciudad de Berlín. En la capital de la Guerra Fría, el enquistamiento del bloqueo podía transformarse en un cortocircuito explosivo. Era la principal amenaza para el magno proyecto continental que aquel 1959 se empezaba a poner en marcha de verdad: la Comunidad Económica Europea. La creación de la CEE se había producido en virtud de la firma del Tratado de Roma en marzo de 1957. Los líderes de los países que lo habían suscrito —Alemania Federal, Bélgica, Francia, Italia, Luxemburgo y los Países Bajos— acordaban una serie de medidas económicas para “consolidar, a través de la constitución de una serie de recursos, la defensa de la paz y la libertad”, como dice el preámbulo del tratado. El 1 de enero de 1959, contaba Nadal, se empezaría a aplicar la primera de las decisiones del tratado: los países miembros se rebajaban entre ellos el 10% de las tarifas aduaneras, medida que había que ir ampliando con el paso del tiempo hasta la supresión total de las aduanas. Hacia la Unión, pues, por la economía.

En la medida en que las aduanas fueran perdiendo su función, el proyecto europeo, parecía por fin que sí, maduraría. Su fortalecimiento era necesario sobre todo por motivos geopolíticos. Decía Santiago Nadal: “La integración progresiva de Europa es una necesidad que nace de realidades insalvables.

Por sobre todos ellas, esta: la existencia de dos bloques no europeos colosales, cuya sola existencia, aun haciendo caso omiso de su rivalidad, obligaría, casi por una ley física, a que los en comparación minúsculos Estados europeos tendieran a constituir, en cierto modo, una unidad”. Llamémosle mercado común, llamémosle comunidad económica europea. Su creación, sobre una determinada ideología reformista y materializada a partir de una serie de acuerdos económicos, no puede entenderse fuera de ese contexto crítico. Por una parte, el final hecatómbico de la guerra civil europea. Si tras la Gran Guerra se había errado en la construcción de un nuevo orden, tras 1945 la consolidación de una paz duradera exigía replantearse a fondo la idea de Europa. Por otra, la Guerra Fría. La nueva idea de Europa debía formalizarse en una situación mundial inédita: la tensión latente y amenazante entre los Estados Unidos y el bloque soviético. Lo que acabaría siendo la Unión Europea maduró en ese contexto internacional. Pero cuando esas circunstancias críticas desaparecieran, el proyecto europeo debería adaptarse a unas nuevas coordenadas. Y las coordenadas, afortunadamente, cambiaron. Nada lo visualizó de una manera tan icónica como la caída del Muro de Berlín.

Fue en ese “momento ciceroniano”, en plena conciencia de estar viviendo una transformación a escala planetaria, cuando en el verano del 89 Francis Fukuyama publicó el artículo “El fin de la historia” en The National Interest, la revista de asuntos internacionales que tenía entre sus fundadores a Irving Kristol —una de las eminencias grises del neoconservadurismo estadounidense— y a Henry Kissinger entre sus referentes. La propuesta, con una incidencia descriptible en el debate español —con una derecha átona y una izquierda oxidándose—, era la reestructuración del mundo tras la desaparición de la dictadura soviética. En plena implosión del bloque comunista, la sensación de victoria que se desprende del artículo de Fukuyama, incluso por las gotas de sarcasmo que utiliza, es absoluta. “El Estado que emerge al final de la historia es liberal en tanto que reconoce y protege, a través de un sistema de leyes, el derecho universal del hombre a la libertad, y democrático en tanto que existe solo con el consentimiento de los gobernados”. La encarnación de aquel Estado, decía el politólogo, eran los estados de Europa Occidental que habían creado el mercado común.

¿Qué queda de ese legado elaborado durante el momento cenital de relegitimación intelectual del conservadurismo? Como una apisonadora, la crisis financiera ha hecho añicos ese momento de pensamiento: las coordenadas mundiales, otra vez, cambiaron. Quizás todavía era demasiado temprano para elaborar una fórmula realista para el desafío de la globalización. En todo caso, no se ha producido de una forma convincente la adecuación del proyecto europeo a las nuevas coordenadas creadas por la globalización. La historia ha vuelto y parece como si Europa, a menudo, todavía se concibiera viviendo en el mundo de ayer.

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Jordi Amat

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