Escena

“Somos traductores: de las notas a la emoción”

Conversamos con Daniela Barcellona, que caracteriza a la archienemiga de la actriz Adriana Lecouvreur en la ópera homónima de Francesco Ciléa. Una creación verista de lenguaje posromántico, que indaga en las pasiones más intensas y atemporales del ser humano. 

El Gran Teatre del Liceu culmina la temporada operística con un título muy apreciado por los amantes del género. Adriana Lecouvreur, la más exitosa creación de Francesco Ciléa (1866-1950), destaca por el entramado de relaciones afectivas o liaisons dangereuses que se desarrollan en pleno siglo XVIII. El éxito de la actriz Adriana Lecouvreur, figura prominente de la Comédie-Française, es recreado en la ópera mediante el recurso a la autorreferencialidad —el artificio del teatro dentro del teatro—, con un lenguaje visual y códigos de la época que empujan al espectador al centro de la escena, invitándole a ser partícipe de las dialécticas más inescrutables del corazón.

Todo ello en un siglo, el de las Luces, que entroniza l’esprit, la ingeniosidad de la razón, como también el libertinaje: la libre-sumisión a las pasiones del alma. La italiana Daniela Barcellona, mezzosoprano lírica con una trayectoria internacionalmente consolidada y múltiples reconocimientos, encarna a la Princesse de Bouillon, un rol secundario pero de alto voltaje, fundamental en su función de contrafigura de la protagonista.

— Además de cantante de referencia, puede decirse que eres una asidua del Liceu, con participaciones en producciones recientes como Il Trittico de Puccini o Un ballo in maschera de Verdi. ¿Cómo te sienta volver a Barcelona?

— Pues la verdad es que en Barcelona me siento fenomenalmente bien, cómo no… si ¡es mi ciudad! (Risas). Lo cierto es que mi padre era originario de Sicilia, y en la zona donde él vivió se trata de un cognome muy popular, posiblemente deriva de la época en la que la isla estaba bajo dominación española. Y hablando en concreto de esta ciudad, me encanta porque es muy solar, vivace. Se vive bien, y eso se refleja en la dinámica de trabajo en el propio teatro. Siempre es un placer reencontrarme con profesionales que son como amigos, y muy fácil colaborar con ellos.   

— A propósito de la ópera que te trae nuevamente a Barcelona, no sé cómo de placentero —o retador— te supone asumir ese rol de mala-malísima. Tú que pareces tan luminosa y espontánea, ¿cómo lo haces?

— Sí, es un rol terrible, el de la Princesse de Bouillon, y también difícil para mí meterme en ese papel. Es cattiva de una manera muy profunda, casi sin motivación, a diferencia de otras antiheroínas que he interpretado, como puede ser el caso de la Amneris verdiana, en Aïda. Ella, que no es fiel al marido, sentirá celos de Adriana cuando sepa de su relación con Maurizio.

“La Bouillon pasa de cero a cien en un instante, sin que el libretto se detenga a exponer sus razones, como si ella misma no pudiera explicárselo”

— Una persona de esas que hoy tienden a calificarse de tóxica, desconectada de sí misma, proyectando en todas las relaciones su propio malestar…

— Absolutamente, es muy agresiva, negativa. Y su aria de presentación —Acerba voluttà— muestra ya la dulce tortura que vive, la complejidad de una vida afectiva vehemente y arrebatada. Pasa de cero a cien en un instante, sin que el libretto se detenga a exponer sus razones, como si ella misma no pudiera controlarlo ni explicárselo. 

Daniela Barcellona como Amneris, en el Festival de Salzburg. © Marco Borrelli

— Acaso una reminiscencia de aquellas razones del corazón que “la raison ne connaît point“, como dijo Blaise Pascal. Lo que está claro es que, a diferencia de otras secundarias que ejercen puntualmente de contra-figura, como la Micaela de Carmen, tu personaje está muy presente a lo largo de la ópera. 

— Puede decirse que ella teje la tela de la historia de Adriana Lecouvreur. Es un personaje con un peso dramatúrgico muy importante. El segundo acto es prácticamente suyo, y en el tercero descubre la relación de Adriana con Maurizio que encenderá sus celos, y provocará que —ya en el cuarto— intervenga con el fatídico ramo de flores. De alguna manera, se trata del hilo conductor, el elemento que le había llevado a descubrir que Adriana era la amante de Maurizio (pues se lo había regalado en el primer acto, y la Bouillon lo ve). La princesa decidirá vengarse envenenando ese mismo ramo de flores, ya seco. 

— La puesta en escena de David McVicar, que parece recuperar casi arqueológicamente el lenguaje visual de la época, plasma este elemento de forma realista, no alusiva o metafórica: el símbolo de la belleza y de la fertilidad se transmuta en emisario del horror y la muerte. Todo ello refuerza la reputación verista de la ópera y la atemporalidad de los sentimientos invocados. 

— Sin duda, esta puesta en escena permite explorar y visibilizar sentimientos humanos que existen, existieron y existirán siempre. Es muy tradicional, fiel a la sensibilidad de la época en la que fue creada la ópera. La recomposición autenticista se aprecia, por otro lado, en el ballet, así como en el vestuario y el decorado. La atmósfera nos traslada a aquella época, cuenta con una iluminación que imita la luz de las velas. Se ha construido un teatro dentro de un teatro, algo que no es usual, y que además tiene el mérito de hacer que el desarrollo de la trama —recordemos que Adriana es actriz— se entienda perfectamente.

“Cuando una puesta en escena, tradicional o moderna, está bien hecha, parece que tiene vida propia”

— Entramos aquí en el delicado terreno de las adaptaciones o actualizaciones epocales…

— En algunas escenificaciones modernas se vehicula sin problema el mensaje del libretto, pero en otras el propio afán modernizador hace que se pierda el hilo, y el público no acaba de conectar. Lo cierto es que, también para nosotros, es más complicado representar la idea del personaje si no disponemos de los elementos escénicos fundamentales —pienso, incluso, en el vestuario— que reflejan aquello que se está narrando. En esta escenografía, lo que decimos y cantamos es lo que hacemos en escena. Y esto nos ayuda a profundizar en el personaje y ofrecer matices psicológicos de manera más intuitiva y rápida, también en la interacción con el resto. Es como formar parte de un ser vivo. Cuando una puesta en escena, sea tradicional o moderna, está bien hecha, parece que tiene vida propia.

— Es muy interesante esta caracterización orgánica de la ópera… como una representación viva, en continuo cambio o retroalimentación.

— Todo lo que hacen los otros tiene consecuencias en uno mismo, ese tipo de interacción aporta naturalidad a la historia. Realmente, cuando se consigue este grado de entendimiento, se nota, el público lo aprecia. Es algo que conseguimos también con Gianni Schichi el año pasado, también en el Liceu. Habíamos ensayado tanto, que era como una familia. En el interior de aquella escenografía, cualquier cosa que hiciera o improvisara uno de nosotros provocaba una reacción natural en los otros, como en la vida real. 

— Oyéndote hablar, inevitablemente me da por volver a la antigua idea de mimesis. Entendida como recreación verosímil —-no imitación literal—, que despierta los afectos de los partícipes y provoca en los espectadores una vibración semejante. Aristóteles parece haber identificado ciertos elementos estructurales en la psique humana que hacen que una representación funcione o no, tanto internamente como de cara al público. En el caso de Adriana Lecouvreur, además, al explicitarse el artificio del teatro dentro del teatro se fomenta la inmersión del espectador en la realidad verista de la trama. 

— Absolutamente, y no podemos olvidar la cuestión musical. Esta es una ópera muy apetecible para todo cantante. Con una música de otra época —principios de siglo XX— que mira aún más atrás, aún así resuena y nos resulta familiar, un poco como a banda sonora. Posee eso que yo llamo en italiano fascino decadente (encanto decadente), relacionado con una forma bohemia y algo nostálgica de escribir y vivir, un poco al límite de la sociedad, pero sin romper completamente.

La Adriana Lecouvreur de McVicar, en el Gran Teatre del Liceu. © Sergi Panizo

— Ese malestar fin-de-siècle que ya no puede disimular la crisis, la escisión en el interior del mismo creador. El ejemplo que me viene a la cabeza es Muerte en Venecia de Visconti…

— Exacto, a eso me refiero. Aquí lo que tenemos es una representación de un drama que tiene lugar 150 años antes del momento en que se crea la ópera, desde la mentalidad de comienzos de siglo XX. Es como si desde esa época más cercana, que tampoco es la nuestra, se abriese una ventana a otra realidad, dando un salto hacia atrás. La ópera te permite vivir esa otra época y ponerte en el lugar de los personajes, vivir situaciones nunca antes vistas. 

— La magia de la narración escénica hace que, gracias al poder de la imaginación, aflore un mundo inhibido o ignorado durante la experiencia cotidiana; que establezcamos una intensa conexión con nosotros mismos en el momento en el que vivimos otras realidades.

—Esto es algo que experimenté desde niña, cuando iba al teatro. Lo que quería era descubrir un mundo fantástico. Por eso estoy en contra de algunas puestas en escena actuales —las demasiado modernas— que reflejan lo que supuestamente es real, la cotidianidad. Me gusta pensar en el teatro como una máquina del tiempo, que me deja soñar, evadirme, relajarme… y también reflexionar. 

“A mis alumnos les recuerdo que, cuando interpreten un aria, deben hacerlo de tal manera que, incluso si el oyente no conoce el idioma, pueda entender lo que se dice por la vía de la emoción” 

— Tengo entendido que estás empleando parte de tu tiempo a la docencia, impartiendo cursos y masterclasses o participando en simposios.

— Más que enseñar, me motiva el compartir lo que he vivido, las experiencias de mi carrera no solo vocales o técnicas, sino también otro tipo de cuestiones —bonitas o no tanto, decepciones o victorias— que simplemente suceden. Me gusta dar asesoramiento acerca de cómo afrontar cuestiones prácticas —por ejemplo, organizar los viajes— o cómo encajar una audición que no sale como uno quisiera. Ofrezco herramientas para intentar entender qué ha sucedido, y cómo puede uno mejorar. Es, en el fondo, una especie de acompañamiento en este trabajo, lo que me propongo con mis comunicaciones o formaciones. En algunas, de hecho, hasta participan melómanos que no se dedicarán al canto ni a la actuación, pero que sienten un amor genuino por la ópera. 

— El papel del arte, en nuestros tiempos de digitalización galopante, es todavía relevante…

— Por supuesto, porque el arte habla directamente al alma. De un modo especial, la música. Si se la ha considerado como un lenguaje universal es porque accede a las fibras sensibles, hace vibrar las partes más recónditas del alma. Independientemente del lugar de origen o la cultura, la experiencia del arte emociona. Hay acordes particulares que crean una vibración que no es procesada mediante el pensamiento racional o la lógica, pero que sí percuten en la base de nuestro ser. A mis alumnos les digo siempre que cuando interpreten un aria deben hacerlo de tal manera que, incluso si quien la escucha no conoce el idioma —ni, por lo tanto, sabe qué se está cantando—, aún así pueda entender. El mensaje debe llegar, somos como traductores, de las notas a la emoción. 

Teatro dentro del teatro, y expresión verista de afectos. © Sergi Panizo
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Publicado por
Jacobo Zabalo

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