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Los pasajes de Barcelona: resistencia, disidencia y buena vida

Hace varios años, viví durante un tiempo en un pasaje que hay junto al Paseo de Sant Joan. Es un callejón estrecho y sin salida, un cul de sac. Tiene el acceso por la calle Consell de Cent y, como queda cerrado por una reja, pasa inadvertido para la mayoría de peatones. Recuerdo que cuando lo cruzaba, de camino a casa, me daba la impresión de que la ciudad, con todos sus ruidos y sus prisas, en seguida quedaba muy lejos.

Los pasajes —“calle corta, galería entre dos calles, reservado a quien va a pie”, según el diccionario— son unos elementos urbanísticos curiosos, aunque mucho más abundantes de lo que uno imagina. Barcelona tiene, aproximadamente, cuatrocientos. Los pasajes son como una especie de rémora de un pasado rural, caótico, exclusivo y, a menudo, también sórdido que se resiste a desaparecer del todo. Cuando observas el plano del Eixample, por ejemplo, te das cuenta que aquí y allá hay pequeños pasajes que atraviesan las manzanas o penetran unos metros en su interior. Pequeñas galerías que parece que estropean la monótona perfección del urbanismo de Ildefons Cerdà.

Me gustan los pasajes de Barcelona, ​​en primer lugar, porque son una excepción. Un tipo de anomalía. Su mera existencia ya es una provocación. Pero es que, además, suelen ser espacios propicios para la disidencia. Es como si en los pasajes se practicara una forma más libre o loca de ciudadanía. Como si allí los límites entre lo público y lo privado fueran mucho más difusos. También los que hay entre lo legal y lo ilegal.

Me gustan los pasajes de Barcelona, ​​en primer lugar, porque son una excepción. Un tipo de anomalía. Su mera existencia ya es una provocación. Pero es que, además, suelen ser espacios propicios para la disidencia.

Ya os he dicho que la lista de pasajes barceloneses es larga. Sin embargo, por citar sólo algunos de los más conocidos, podríamos empezar por el Pasaje Permanyer, el más antiguo del Eixample. Un callejón de carácter señorial que te transporta en el acto a la Barcelona burguesa de finales del siglo XIX y primeros del XX. El Pasaje Mercader, otro de mis favoritos, es como un mini bulevar de una elegancia y sofisticación propias de un barcelonismo Ancien Régime —o sea, pre-Juegos Olímpicos y, sin duda, pre-Ada Colau—. Justo en la entrada por la calle Provença, está el mítico Belvedere —uno de los pocos restaurantes de la Barcelona actual en donde la gente, sobre todo, va a comer y a conversar, y no a hacerse fotos para colgarlas en Instagram— (véase el artículo del compañero Bernat de Dedéu publicado en este periódico).

El pasaje Mercader, otro de mis favoritos, es como un mini bulevar de una elegancia y sofisticación propias de un barcelonismo Ancien Régime —o sea, pre-Juegos Olímpicos y, sin duda, pre-Ada Colau—

Pero, por supuesto, no todos los pasajes de la ciudad son sinónimo de pijerio, si las paredes de la calle del Arc del Teatre hablaran… Los barrios más alejados del centro, como el Camp de l’Arpa, también están llenos de pasajes flanqueados por casas humildes de planta baja llenos de macetas con geranios y donde cada tarde el vecindario saca las sillas para charlar. Callejones dónde parece que el tiempo se ha detenido.

Si os interesa conocer Barcelona a través de sus pasajes, os recomiendo que corráis a la librería a comprar Barcelona. Libro de los pasajes (Galaxia Gutenberg, 2017), un ensayo interesantísimo de Jordi Carrión, fruto de años de investigación, conversaciones con vecinos y visitas a prácticamente todos los pasajes de la ciudad. Unos “espacios mágicos y rituales, laboratorios de la cultura y la técnica”, según el autor.

El Pasaje Permanyer. © Jordi Domènech (vía Wikimedia Commons)
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Francesc Soler

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