Hace un par de semanas, el marasmo informativo que estresa al país hizo pasar desapercibida la noticia de que, el año pasado, la Comunidad de Madrid desbancó a Catalunya como líder en facturación de música en vivo, erigiéndose como la primera zona de España en acoger festivales y otros saraos. Deben escribirse las cifras para ver que la alarma no resulta injustificada, porque en el kilómetro cero la facturación creció un 96% hasta llegar a los 185 millones de euros, mientras que Catalunya perdía un 9% de impulso quedándose en 128,5 millones de euros. La tragedia no es que nuestros promotores hayan perdido 20 millones de euros de facturación (cualquier sector puede tener un mal año), sino que Barcelona puede estar a punto de ceder su rol central en la industria de la música en directo, una primacía merecida gracias a unos programadores que pasaron de pinchar discos en bares alternativos a montar los mejores festivales del planeta.
Que Catalunya (y más en concreto Barcelona) ya no estén en lo más alto del podio no es solamente un asunto relativo a batallitas territoriales entre diversas zonas del estado. Garantizarse el primer puesto en facturación ha implicado que, durante muchos años, la mayoría de agentes y promotores vivieran pendientes de Estados Unidos (¡y de nuestra ciudad!) a la hora de montar sus giras. Diría que, por ahora, no encabezamos muchos ránkings mundiales, con lo que hubiera valido la pena aferrarse a ese primer lugar del estado como si fuera una farola en una tormenta. A su vez, durante los últimos lustros, los usos de consumo cultural han demostrado sobradamente que el directo es el motor fundamental de la industria musical (eso ocurre en el pop-rock, la música urbana… pero también en reductos como la mal llamada música clásica), porque el consumo digital o la compra resulta poco beneficiosa para los músicos; los vinilos sólo son menú de tres nostálgicos.
Lejos de ser fuente de molestias o una forma de entretenimiento masivo como cualquier otra, los festivales de música en directo son una manifestación del derecho fundamental de la cultura, tanto en lo que se refiere a la posibilidad de los músicos para acceder al público como al revés (sí, ¡la audiencia también cuenta!). En este sentido, cabe recordar que el artículo 44 de la benemérita Constitución Española insiste en que las administraciones deben velar, promover y no obstruir el libre acceso a la cultura a la ciudadanía. Pues bien, contrariamente a esta misión rectora fundamental, parece que las administraciones catalanas —todas ellas, aquí no hay un solo culpable— se han dedicado a poner más trabas que soluciones a los promotores catalanes; mientras, en la Comunidad de Isabel Díaz Ayuso, aplaudían con las orejas cada vez que un festival pensaba en mudarse. Todo empezó con el Primavera Sound y podría replicarse fatalmente…
Un festival de música de asistencia masiva no es una misa y, por tanto, presenta ciertas incomodidades acústicas y de movilidad. Afortunadamente, Barcelona tiene zonas como el Fórum o Montjuïc que —en la línea de otras ciudades del mundo— pueden acondicionarse para recibir a mucha gente y tener un impacto mucho menor al que implica un concierto en un estadio intra-urbano. No se puede montar un bullicio cultural de estas dimensiones (que alimenta no sólo a nuestros músicos, sino también a técnicos, sanitarios y agentes de la restauración) sin que se note. En este sentido, las autoridades de Barcelona y del país deberían pensar si apuestan por un modelo de ciudades y pueblos donde ocurran cosas culturalmente relevantes o, simplemente, por un sistema urbano donde los indígenas sólo curren, duerman y paseen por la calle intentando chocar con cuantos menos guiris posible. Deberán pensarlo rápido; vamos perdiendo y el futuro pinta muy chungo.
El escaso eco que ha tenido esta noticia en nuestros medios me hace pensar que la ciudadanía (y los agentes culturales del país) no acaban de entender que, en eso de pasar a la segunda fila de la música en directo, nos jugamos buena parte del pan y de la sal de la economía de nuestra ciudad. Para algo que iba bien, hijos míos, va y nos lo dejamos perder. ¡Autoridades, reaccionen! Y rápido que, mientras nosotros sesteamos, los demás avanzan.