Discrepo en que el Castillo albergue un casino, pero eso son solo deseos sin fundamento: de algún sitio debe poder financiarse el mantenimiento del patrimonio y del festival. La edición de Pascua del Festival, en el día de la Pasión, ha sido una especie de inauguración encubierta: como un secreto, un misterio, una vigilia del verdadero sentido de todo esto. Ya sabemos que el silencio no es la ausencia de sonido, pero pocos compositores contemporáneos lo entienden tan bien como Bernat Vivancos. En esta obra coral de raíz litúrgica, mística y terrenal a la vez, no parece que presenciemos tanto una composición como una experiencia de inmersión espiritual. Un rito. Una caída lenta hacia la profundidad de lo sagrado.
En la capilla del Carme, envuelta por la penumbra de la piedra (levemente iluminada de sangre) y las nueve velas del candelabro que se iban apagando según finalizaba cada responsorio, las piezas que configuran esta nueva gran obra del compositor barcelonés fueron desgranando los tres días centrales del Triduo Pascual: Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado Santo. Tres jornadas de duelo, de ruptura y de espera, reflejadas musicalmente con una elegancia austera y una tensión contenida. No hubo escenografía ni dramaturgia explícita, pero sí una teatralidad interna en cada pausa, en cada inhalación coral, en cada palabra pronunciada en latín como si fuera la primera vez que se decía.
Vivancos, que ya de niño participó como escolán de Montserrat en grabaciones de los responsorios de Tomás Luis de Victoria, había soñado con escribir su propia versión. Y lo ha hecho desde la madurez artística de un creador que se ha nutrido del canto gregoriano, del misticismo monástico, de la modalidad occidental y del sonido espectral nórdico aprendido en Oslo. El resultado es un monumento de homogeneidad armónica, que se eleva no por su grandilocuencia, sino por su pureza. “Si no creyera, nunca me habría planteado escribir una obra como esta”, dice Vivancos, advirtiendo que su espiritualidad es más esencial que confesional.
La interpretación corrió a cargo del Latvian Radio Choir, una formación de élite dirigida por Sigvards Kļava que debutaba en el festival. Es difícil hacer justicia a la perfección tímbrica (captada desde la primera nota) de este coro: suspiran los acordes, los respiran en resonancia, los llevan en la sangre. Con una precisión casi quirúrgica y una plasticidad dinámica que oscilaba entre el murmullo y la exclamación, hicieron brillar cada movimiento del programa, desde el primer Amicus meus hasta el último Sepulto Domino, pasando por la crudeza estremecedora de Tenebrae factae sun o el abismo melódico de Caligaverunt oculi mei.
Las traducciones al catalán de los textos bíblicos, al pie de programa, ayudaban al espectador a adentrarse en la carga poética y teológica de unas palabras que claman, que preguntan, que lamentan. “Oh, vosotros que pasáis por el camino, mirad y ved si hay un dolor semejante al mío”, reza uno de los pasajes. No era solo la voz de Cristo: era la de cualquier ser humano atravesando la noche.

Este concierto no fue solo un acontecimiento musical: fue un acto de fe estética. Una celebración de ese espacio donde la música deja de ser entretenimiento y se convierte en liturgia. La sala, en silencio sepulcral, recibió la última nota como quien acoge una revelación. Y solo después de la oscuridad absoluta final, rotunda, desnuda, acusadora, un largo aplauso como un responsorio que nunca está a la altura pero que se siente en las alturas.
Vivancos ha escrito un silencio sonoro, una arquitectura espiritual hecha de eco y ausencia. Perelada, con el buen hacer de Oriol Aguilà, ha sabido acogerlo como se merece: con respeto, con emoción y con una paz que nos promete un final luminoso de la historia justo antes de comernos la mona.