“Me defino a través de lo que hago. De hecho, soy un adicto al trabajo y te digo esto consciente que es una carencia y no un orgullo… Pero tampoco sabría cómo arreglarlo”. El escritor y periodista cultural Álvaro Colomer paladea un trago corto del Glenfiddich de doce años acabado de servir —“con un solo hielo, por favor”—. Cierra los ojos y se deja llevar por la voz de Harry Connick Jr. que, arropada por unos arreglos bacharachianos, da vida la clásico de Cole Porter, Just the way you are. Sonríe. “También es verdad que, a raíz de la muerte de mi padre cuando yo tenía trece años, en mi familia nos tuvimos que buscar la vida y yo he trabajado desde muy joven”, añade.
Durante su etapa como estudiante universitario de Filosofía, un amigo le habló de Ajoblanco, en el momento en que Pepe Ribas había insuflado una segunda vida a la mítica revista cultural. “Me presenté en la redacción y me ofrecí para trabajar ahí gratis, porque estaba cobrando el paro de otro curro. El caso es que aceptaron y, al cabo de un año, ya empecé a cobrar”. Y, a partir de ahí, ya no dejó de trabajar para diversas cabeceras como periodista (Interviu, Vanidad…) mientras iba escribiendo ficción para dar respuesta a la pulsión de novelista. Su verdadera vocación.
Por una carambola, debutó con la novela corta La calle de los suicidios, que se incluyó en el volumen Ébano de Alberto Vázquez Figueroa, en una iniciativa de este autor por dar apoyo a escritores jóvenes. “Yo fui uno de los seis agraciados, aunque ni siquiera llegué a conocer personalmente a Vázquez Figueroa. La cuestión es que, al final, este relato acabó siendo el primero de una especie de trilogía sobre la muerte urbana que iba a completar con Mimodrama de una ciudad muerta y Los bosques de Upsala”, recuerda. En paralelo, la proyección le llegó con la no ficción a raíz de un encargo, en 2003. “Para Se alquila una mujer hablé con todo tipo de prostitutas, desde las de lujo hasta las callejeras”. Gracias a este libro, el parroquiano fue invitado a formar parte de la Comisión Especial sobre la Prostitución del Senado.
Tan orgulloso “de lo que he escrito a nivel de ficción como de mi trabajo como periodista cultural”, actualmente colabora con Cultura|s de La Vanguardia, Ara, Cadena SER, es coordinador de Zenda y no para de deshornar libros. El último: Aprende a escribir (Debate), una recopilación de artículos en los que 84 escritores hispanoparlantes —“desde muy jóvenes hasta muy veteranos”— desvelan sus métodos de trabajo. Sus rutinas, sus secretos, sus ritos a la hora de hacer frente de forma eficaz a la proverbial hoja en blanco, cimentando historias que llegan a lectores de todo el mundo.
El acierto de tocar las narices
En 2017, Álvaro Colomer tocó hueso. Fue con la novela Aunque caminen por el valle de la muerte. “Estaba basada en los hechos de la batalla de Náyaf, que había tenido lugar en la Guerra de Irak en abril de 2004 a raíz del ataque de un grupo de milicianos a la base española Al-Ándalus. Un tema del que el Ministerio de Defensa no quería que se hablara, y no les hizo ninguna gracia que el libro saliera, aunque la historia estuviera novelada”. Sonríe al recordarlo. “Además, con aquel libro puedo decir que hallé realmente mi voz. Me dio mucha seguridad en mí mismo como escritor”.

Lo de meter el dedo en la llaga le venía de atrás, cuando de joven, junto con el grupo de escritores llamado La Gancho Divine, en alusión a una pelea de bar, decidieron lanzar el premio literario Órbitas. “Lo entregábamos la misma noche que el Planeta. El nuestro era el premio serio, claro, mientras que el otro era el de pasteleo”. Pero además de esta estimulante impertinencia, aquel grupo significó mucho más para el escritor. “A nuestro alrededor articulamos toda una generación de personas dedicadas, de un modo u otro, al ámbito de las letras. Montábamos cenas y fiestas memorables y creo que cohesionaron el entorno cultural de aquel momento”.
Puestos a tocar las narices, el parroquiano no piensa descansar y avisa que el año que viene verá la luz su próximo ensayo, Historia cultural de la destrucción de las mujeres, “con el que busco demostrar cómo, durante toda la historia, los hombres han intentado robar el hecho de tener hijos a las mujeres”. Ladea una sonrisa. “Seguramente, me caerán hostias de varios sitios —vaticina—, pero eso es que algo estás haciendo bien”. El alma de escritor tiene algo, probablemente mucho, de eso: de incomodidad con el mundo, de tensión con la realidad. “De ser descarriados” que, en un momento dado, no den puñalada sin hilo.

Ciudad circunstancial
La del escritor con Barcelona es una relación anómala. “Para mí es puramente circunstancial, y creo que hubiese sido más o menos la misma persona de haber nacido y vivido en cualquier otra gran urbe como Sevilla, Madrid o Bilbao, capaz de aportar estímulos similares”. Niega, así, que la ciudad tenga para él una influencia determinante, más allá de echar de menos más parques para poder pasear con su perra, Lena, y eludir de paso a los skaters, “que la asustan”. Pero reconoce que hay barrios en los que ni siquiera ha estado nunca “ni me preocupa demasiado”. Tampoco hay nada que lo enamore particularmente de aquí. “Mi lugar favorito es el bar de debajo de mi casa, un gallego donde mi mujer y yo comemos cada día nuestro medio menú, porque no nos gusta nada cocinar”.
— ¿En serio? ¿Nunca cocináis?
Álvaro Colomer ríe.
— ¡Yo creo que si la cocina de nuestro piso desapareciera, ni siquiera nos enteraríamos!
Y sigue degustando su whisky al tiempo que Marta Calvo, su mujer, lo alcanza. Se miran. Se sonríen. Se entienden entre “descarriados que vivimos en el mundo de las letras”, ella que es fotógrafa y diseñadora muy vinculada al ámbito de los libros. “Para mí un agua con gas”, pide la recién llegada, acodándose a la barra junto a Álvaro mientras, de fondo, la voz de Harry Connick Jr. se adentra en la noche con las notas de It had to be you.