Barcelona siempre ha sido una ciudad en movimiento, pero en los últimos meses, ese movimiento se ha transformado en un atasco interminable que amenaza con frenar el pulso de la ciudad. Las obras parecen haberse multiplicado sin cesar y, mientras las calles se levantan, el tráfico se intensifica y los comerciantes ven que sus clientes se desvanecen tras vallas y desvíos imposibles. Se espera una Barcelona más verde, más moderna, y posiblemente será así. Pero la pregunta que se repite en nuestras cabezas es: ¿Cómo sobrevivimos los retailers hasta que llegue ese futuro?
Las transformaciones urbanas son esenciales para construir una Barcelona más sostenible y atractiva, pero el presente comercial no puede quedar en segundo plano. En pleno corazón de la ciudad, en La Rambla, los comerciantes han visto cómo sus ingresos se desploman entre un 50% y un 80% desde que comenzaron las obras hace seis meses. El turismo ha caído debido a los accesos restringidos, las calles cortadas y la falta de comunicación. Es un problema real y palpable. Y este no es un caso aislado. El comercio local de toda Barcelona sufre las consecuencias. La experiencia de moverse por la ciudad empieza a ser muy poco friendly: desplazarse se ha vuelto un desafío, incluso para los propios barceloneses, que cada vez se mueven menos fuera de sus barrios para hacer compras. Mientras tanto, el visitante ocasional, al encontrarse con una ciudad caótica, opta directamente por no venir.
El precedente de Manhattan: más movilidad, peores ventas
Barcelona no es la única ciudad que enfrenta esta disyuntiva. En Manhattan, la implantación de la zona de peaje por congestión ha generado un escenario paradójico: aunque la circulación es más fluida para quienes pueden pagar, el comercio ha salido perdiendo. El CEO de la empresa de transporte de lujo Urbanride, Jeremy Milikow, señalaba recientemente que sus clientes de élite ahora se mueven más rápido que nunca por Nueva York, mientras que el ciudadano promedio ha sido expulsado de las calles centrales, incapaz de costear el peaje de 9 dólares diarios.
Los datos lo confirman: la mejora en la movilidad no se ha traducido en más ventas. De hecho, las tiendas de Midtown han experimentado una caída en las transacciones, al reducirse el tráfico espontáneo de clientes. Una lección clara para Barcelona: facilitar la circulación no debe beneficiar solo a unos pocos, sino preservar la vitalidad comercial de la ciudad.
Una transformación que no asfixie al comercio
El problema de fondo no es si la ciudad debe cambiar, sino cómo se lleva a cabo esa transformación. Si el objetivo es mejorar la movilidad, la sostenibilidad y la calidad de vida, la estrategia debe contemplar medidas paliativas para el comercio, que es uno de los sectores más vulnerables durante estas transiciones. Hace falta una planificación con sentido común, que coordine tiempos y zonas para que el impacto sea progresivo, no un golpe seco.
Es esencial ofrecer información clara y accesible para que vecinos y comerciantes puedan adaptarse sin sorpresas desagradables cada semana. Y, por supuesto, hace falta apoyo real al comercio local, con medidas concretas que les ayuden a sobrevivir.
Lo que está en juego no es solo la estética o el diseño de una ciudad moderna, sino el alma misma de Barcelona: sus pequeños comercios, sus calles llenas de vida, el pulso de los barrios.
No podemos dejar que la transformación nos haga perder lo que nos hace únicos
Debemos evaluar el impacto de las obras en los comercios y adoptar medidas para mitigar estos efectos. Algunas posibles soluciones incluyen la planificación escalonada de las obras para evitar la ejecución simultánea de proyectos en áreas contiguas, reduciendo la congestión y el impacto en la movilidad.
También es vital informar de manera transparente a comerciantes y residentes sobre la duración y el alcance de las obras, así como implementar una señalización clara que facilite el acceso a las zonas comerciales afectadas. Promover alternativas al vehículo privado, como el transporte público eficiente y la movilidad activa (como caminar o la bicicleta), puede aliviar la congestión y ayudar a mantener el flujo de clientes. Barcelona no puede permitirse repetir los errores de otras ciudades. No podemos dejar que la transformación nos haga perder lo que nos hace únicos. Porque de nada sirve construir la ciudad del futuro si, cuando finalmente lleguemos a ella, ya no queda nadie que quiera vivirla.