Barcelona debe pensar más en el bienestar de los habitantes y mucho menos en Instagram. ©ACN

Ciudad de fastos

El 'Road Show' de la F1 en el Paseo de Gràcia es la imagen perfecta de una ciudad vendida a la cultura de los eventos

Diría que la imagen de una serie de bólidos cruzando el Paseo de Gràcia a toda leche y girando sobre sí mismos de una forma testosterónica para quemar neumáticos, será una de las instantáneas de este curso y, a su vez, una de las imágenes que determinará el tono de la administración que lidera Jaume Collboni. Vaya de antemano que servidor no es contrario a que Barcelona acoja tantos fastos deportivos, tecnológicos y musicales como sea necesario; a su vez, entiendo que resulta muy difícil gestionar este tipo de meetings –que conllevan un estrés de visitantes muy grande en un tiempo brevísimo– de tal modo que no afecten al normal decurso de los conciudadanos. También diría que los barceloneses comparten mi estoicismo: al fin y al cabo, todos somos hijos espirituales del 92, y entendemos que las transformaciones urbanísticas a menudo deben contemplar decisiones aparentemente incómodas y escasamente populares.

Pero eso, el espíritu de unos fastos que compensan la masificación con un buen chute de orgullo ciudadano (y una buena dosis de dinero a repartirnos) nada tiene que ver con el Road Show que presenciamos el otro día en el centro de la nuestra ciudad en ocasión del Gran Premio de Fórmula 1 de Catalunya. Entiendo que cerrar a cal y canto el centro de Barcelona sin generar molestias es imposible: pero un espectáculo que acaban viendo a 38.000 personas (de forma relativa, porque como admitieron la mayoría de los asistentes, no se veía una mierda) no puede acabar colapsando la movilidad (y el alma) de la mayoría de barceloneses. Pese al aumento de la frecuencia en metros y buses públicos, las imágenes que compartió la conciudadanía eran propias de una ciudad del tercer mundo. Si Barcelona quiere volver al mapa de las mejores ciudades del planeta, quizá sea necesario pensar más en el bienestar de sus habitantes y algo menos en Instagram.

 Conseguir la empatía de todos para con un fenómeno privado –debería escribir concertado, porque las administraciones llevan muchos años aflojando pasta– se consigue haciéndoles partícipes del evento. Yo no voy a entrar en argumentos demagógicos como imputar el cambio climático global a que unos bólidos de la F1 hagan cuatro curvas acumulando humareda en el Paseo de Gràcia durante horas. Repito e insisto: cualquier ciudad del mundo necesita ciertas mandangas de mal gusto para ponerse en el mapa mundi. Pero en el Ayuntamiento deberían ser conscientes de que cada día hay más barceloneses que se sienten excluidos –o directamente expulsados– de su casa. No son anarquistas radicales ni gente amargada en general, sino conciudadanos a los que se obliga a pirar de su barrio porque un simple café vale tres euros y un alquiler la mitad de su jornal.

Es en este contexto, en el seno de una Barcelona cada vez más paupérrima e incómoda para sus indígenas, que la gente, cuando ve a un grupo de postadolescentes paseándose con modelos de F1 por el ensanche, se harte de todo y se cague en la madre que les parió, resulta algo muy comprensible. La administración ha ayudado más bien poco, aduciendo que la pavimentación del Paseo de Gràcia con Gran Via era una obra prevista para la ciudadanía, cuando el propio portal del Ayuntamiento confesaba que se había urdido para coincidir con el Gran Premio. Tras el mal clima generado por el Road Show, el Ayuntamiento decidió compensar la cosa viajando a Madrid para explicar el proyecto de la Copa América (con un afán algo sucursalista; no veo al PSC de los años 90 perpetrando un acto así) y remachando la sumisión de la ciudad a la acogida de fastos con el anuncio de la programación de un nuevo sarao, el Tour de Francia.

Insistiré hasta llegar a la náusea: entiendo perfectamente la estrategia de posicionar Barcelona a través de eventos de impacto global. Pero el Ayuntamiento debe saber que si la precariedad de nuestras vidas sigue descendiendo de forma imparable, Barcelona acogerá todos los fastos del mundo, pero sus ciudadanos tendremos que mirarlos en televisión desde el exilio de un pueblecito del Pirineo. Esto que digo no es ninguna exageración, y lo más preocupante es que la administración de la ciudad no sólo parece ignorarlo, sino que está encantada de haberse conocido y la mar de contenta viendo como el Paseo de Gràcia y la ciudad se llenan de chabacanería, a toda velocidad.