Monas pastelería Zaguirre Terrassa
Monas de la pastelería Zaguirre de Terrassa. © Albert Segura/ACN

Elogio de la mona

Había odiado la mona durante mucho tiempo, pero ahora la necesito con una extraña ansiedad

Durante muchos años, la cosa dulce me provocaba un cierto tedio. Cuando era niño, no podía entender cómo los adultos, tras una ingesta digna de una manada, todavía tenían estómago para cascarse uno de esos horripilantes postres de antaño (como el pijama, una de las combinaciones estéticas más nauseabundas que ha imaginado nunca el ser humano). En cuanto a los dulces que debían apetecer a niños como yo, aún comprendía menos el entusiasmo de los chavales por artefactos vomitivos como el Bollycao o una asquerosa bomba de relojería llamada Pantera Rosa que te dejaba los dientes como si hubieras chupado el falo de un elefante. Con lo de la mona de Pascua me pasaba algo parecido y me era difícil averiguar por qué los coetáneos podían emocionarse con aquella estampa delirante de huevos de chocolate y de aquellos siniestros polluelos y plumas de vedete que coronaban un pastel tan chabacano como catalán.

Pero, cuando se vislumbra la senectud, uno experimenta esa extraña reconciliación con las cosas que le habían parecido absurdas y es así como —desde hace pocos días— he notado una misteriosa ansiedad física por comerme la mona este fin de semana. No sólo eso sino que, a falta de padrinos (porque crecí cuando los progenitores pasaban por una época progre y me quedé sin bautizo, por fortuna mía), he pedido a la que me parió que compre una mona para celebrar estos pocos días de retiro. Mientras se lo decía, yo mismo me sorprendía y me asustaba sobre cómo una persona como yo, a quien le había repugnado por sistema esta tarta tan clerical, de tieta coja y de indigestible masa de azúcar, ahora experimentando unas ganas locas de poder comérselo; también me preguntaba cómo podía ser que, después de odiarla con todo el corazón, ahora no pudiera pasar estas vacaciones sin el capricho.

A veces detestamos profundamente a una persona, un objeto o, en este caso, un manjar particular sin ningún motivo aparente. Yo odiaba a las pobres monas seguramente porque me obligaban a sentarme aún más en la mesa durante las interminables comidas festivas, unos cágapes donde la gente hablaba por los descosidos y —por norma general— yo vagaba perdido en mis pensamientos sin interesarme nada de lo dicho. La mona, para aquel yo que ahora ya no es mi yo, personificaba sólo aquella espantosa consuetud de alargar las comidas que tenemos en el mediterráneo, esta costumbre inframental de jalar durante tres o cuatro horas como si fuéramos neandertales que deben complementar un picapica y un asado aún con una tarta, como si fuéramos una romería de cerdos que nunca tienen suficiente hasta salir de la mesa con grúa. Por si fuera poco, cubríamos la tarta en cuestión con aquella decoración espantosa, digna de trogloditas.

Pero ahora, quién sabe si debido a mi escasa esperanza por la vida y por el mundo en general, soy la misma persona pero —misteriosamente, por efectos psicológicos que se me escapan— he pedido a Madre que, sobre todo (y empleé las palabras “sobre todo”) no se olvide de comprar la mona de este año en can Moner de Palamós. Una petición que hace años me parecería absolutamente imposible, un deseo que hace sólo un par de lustros me habría hecho reír, ahora es lo que más quiero del mundo. Me apetece sentir la finura que el bollo me regala a la lengua, aquella discreta capa de chocolate y, lo que más deleite me provoca, la gracia de poder complementar el café con aquellos huevos que hace décadas me habían parecido un producto digno de subnormales. Es así como pronto seré yo mismo quien coja el huevo en cuestión y lo rompa ruidosamente en trocitos, provocando las risas de los comensales, y también agarrando un fragmento compulsivamente para llevármelo a la boca.

La perspectiva de la parca nos empuja a la sordidez empalagosa del dulce; y no sólo eso, sino que el deleite por este pastel en concreto es el recordatorio de que ya no somos aquella persona más o menos original y nada menos estrafalaria que sentía una auténtica repulsión visual por aquella ensalada de huevos, figuras absurdas de chocolate y toda cuánta mandanga; sino que nos hemos vuelto, justamente porque ahora adoramos muchas cosas que habíamos aburrido, en alguien que se conforma con seguir la norma de la mona sin dar tanto la tabarra antisistema. Al final, me zamparé la mona y no será para tanto, y quién sabe si bromearé con los comensales situándome uno de esos insufribles polluelos en la cabeza, como un payaso de feria. Realmente, es una derrota extraordinaria ver cómo todo lo que habíamos repudiado ahora lo necesitamos, incluso un objeto tan cuestionable como la mona de Pascua, solamente para endulzar una tarde de asueto.