Iconos de purpurina y barro

¿Se acuerdan de Bernardo Cortés? Sí hombre, ese señor chupado, de orejas y nariz prominentes, que solía cantar y tocar la guitarra por los bares y restaurantes de la Barceloneta; un cantautor y poeta del pueblo que, en los años noventa, dio el salto a la televisión y, para bien o para mal, el imitador Oriol Grau contribuyó a popularizar como Palomino. Sin embargo, detrás de aquel personaje caricaturesco o caricaturizado, había un hombre de cultura que había publicado libros y grabado discos, “el poeta de la Barceloneta”. Bernardo Cortés murió en 2017 y, desde hace unos días, lo recuerda a modo de homenaje una placa instalada por el Ayuntamiento en el número 49 de la calle Pescadors del barrio marinero de Barcelona, ​​donde vivió tantos años.

Escribo este artículo justo el día en que se cumplen cinco años justos de la muerte de otro personaje fundamental de esta cultura barcelonesa popular, humilde, de calle, de barrio, a menudo, de barrio chino: Carmen de Mairena. El artista ya era una cupletista famosísima en los ambientes del transformismo del Raval cuando el Força Barça y, sobre todo, Crónicas Marcianas la convirtieron en un astro más del starsystem friki de aquella tele irreverente e inclemente a partes iguales de hace tres décadas, a cambio de reducirla a personaje grotesco, a carne de escarnio y meme.

Carmen pasó sus últimos años ingresada en una residencia de la calle Aragó y cuentan que, a su funeral, sólo asistieron cinco personas. Como en el caso de Bernardo Cortés, a pesar del olvido generalizado, también ha habido personas que se han preocupado por reivindicar el legado de Carmen de Mairena. El año pasado, la ilustradora Carlota Juncosa publicó en Blackie Books un libro muy bonito: Carmen de Mairena. Una biografía, con prólogo de Javier Pérez Andújar. Unos años antes, Bob Pop y Santi Villas también le dedicaron un podcast precioso que repasa su vida y su condición de referente LGBT, Carmen de Mairena. Una vida trepidante, por detrás y por delante.

Bernardo Cortés, Carmen de Mairena y Mónica, Mónica del Raval, la reina del Raval. El pasado septiembre, moría con poco más de sesenta años Mónica del Raval, quizás el último gran icono de esta Barcelona humilde, extravagante, original, luchadora, canalla… Una Barcelona con la cabeza en las nubes —maquillaje, tinte y purpurina, pura fantasía— y los pies en el barro —pobreza, sordidez, marginalidad—. A ella, hace unos años, el director Francesc Betriu le dedicó una magnífica película, Mónica del Raval, un largometraje a caballo entre el documental y la ficción —un terreno fronterizo donde, de hecho, habitan la mayoría de estos personajes excepcionales—, y que también la convirtió en estrellita televisiva.

Su fama mediática igual fue fugaz y Mónica pronto tuvo que volver a ganarse la vida vendiendo calendarios en los locales del Raval de siempre, hasta que enfermó y murió. Los restos de Mónica fueron depositados en un nicho de beneficencia, aunque algunos incondicionales enseguida pusieron en marcha una campaña para recoger dinero y rendirle el homenaje póstumo que se merece. También está en marcha una iniciativa impulsada por Ravalada Drag Tour para solicitar al Ayuntamiento que la plaza de la calle Hort de la Bomba pase a llamarse Mónica del Raval y que se instale en este espacio una estatua en honor a la última reina del barrio. Todo ello, para evitar que la memoria de este personaje desaparezca también de las calles y bares que frecuentaba.

Está muy bien construir edificios icónicos, abrir restaurantes estrellados para celebrar nuestra cocina y dedicar calles y museos a ilustres barceloneses, pero si Barcelona quiere conservar su carácter haría bien en preservar también la memoria de estos personajes populares únicos e irrepetibles que justamente contribuyen a que la ciudad sea única e irrepetible.