La liga de las ciudades libres

El mundo que viene pinta regular tirando a mal. El fin del multilateralismo lo convierte de nuevo en un lugar agresivo y violento. En las últimas décadas, algunos se atrevieron a proclamar al albur del desarrollo acelerado de la globalización, el advenimiento del fin del estado-nación con mucha pasión y algo de inocencia. Parecía que la emergencia de nuevas formas de gobernanza supranacionales o de integración regional como la Unión Europea, la entrada de la China en la Organización Mundial del Comercio, la firma de Acuerdos de Asociación entre bloques o con terceros y el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, anunciaba una nueva era basada en el multilateralismo y la cooperación económica y política que superaba la lógica únicamente de de los estados. Como se dice en inglés, un win-win para todos, o para una buena parte del mundo. Una mayor integración económica a través del comercio y la inversión que logró reducir los niveles de pobreza y la desigualdad global, aunque estábamos muy lejos de ser satisfactoria.

La pandemia de la COVID-19 fue el principio del fin de ese modelo, y evaporó el buenismo de aquellos que pensábamos que la cooperación se impondría a la confrontación. El virus barrió todo eso de un plumazo. Supuso en primer lugar el reempoderamiento de los gobiernos y de los estados acompañados de un lenguaje bélico, la guerra contra el virus. No había socios ni amigos, la prioridad era adquirir material sanitario donde fuera, al precio que fuera necesario y pese a quien fuere. A pesar de todo, la Unión Europea fue capaz de articular relativamente rápido un sistema de cooperación con un contrato de adquisición conjunta de vacunas y pudo en marcha los Next Generation, un conjunto de instrumentos financieros temporales dotados con 750.000 millones de euros diseñados para financiar reformas e inversiones en los países miembros. Mientras, al otro lado del charco, gobernaba Donald Trump en su primer mandato, encubando un nuevo virus igualmente letal.

Tras un último lustro complejo centrados en la recuperación de los efectos de la COVID-19 y la explosión de la guerra en suelo europeo con la invasión de Ucrania por parte de Rusia o las atroces masacres en Israel y Palestina, el mundo colaborativo y en paz se disuelve como un azucarillo en un café. La vuelta de Trump a la Casa Blanca ha venido a certificar la defunción del mundo abierto y del maltrecho multilateralismo. El mundo vuelve a ser un lugar “fast and furious”. Trump y su hiperactivismo desregulatorio, proteccionista y arancelario, sumado a su verborrea declaratoria de matón de barrio, supone un tsunami político, económico y geopolítico del que no sabemos todavía sus consecuencias. De un plumazo el eje transatlántico se ha esfumado y lo que nos espera es el aumento de las tensiones comerciales, un incremento de las inversiones públicas en la industria de defensa, el refuerzo y control de industrias y empresas estratégicas, la lucha por acceder a materiales críticos y poner priorizar la autonomía estratégica para proteger las cadenas de suministro y la seguridad alimentaria.

La agenda geopolítica parece que toma el timón de nuestras vidas. Sin embargo, tenemos la oportunidad y la necesidad de contrarrestarlo con un modelo político, económico y social que no renuncie a la idea de progreso. Apelando a una vieja frase del mítico Willy Brandt, “una situación se convierte en desesperada cuando empiezas a pensar que es desesperada”. No podemos caer en el derrotismo y debemos trabajar para encontrar soluciones diferentes y propias. Una de ellas, es volver a poner en valor y en marcha el potencial de la diplomacia de las ciudades en todas sus dimensiones.

Hace pocos días, Daniel Passerini, alcalde la ciudad argentina de Córdoba decía bien que cuando en el mundo fracasan las relaciones entre países sí funcionan las relaciones entre ciudades, porque es ahí donde vive la gente y donde se visualizan las transformaciones. Y eso es precisamente lo que hay que activar como alternativa a un mundo en confrontación, el potencial de la política de lo pequeño. Un reciente informe de prospectiva sobre el año 2025 de Bank of America, miraba más allá de la geopolítica y proclamaba que en los próximos cinco años los micro-desarrollos cobrarán protagonismo a medida que el ritmo de la disrupción tecnológica se acelera gracias a la adopción generalizada de la IA en las empresas y la sociedad.

El mundo camina de nuevo hacia la flexibilización cuantitativa en el que veremos de nuevo acciones contundentes de los gobiernos y los bancos centrales y probablemente nuevos shocks inflacionarios. Es por ello que, durante los próximos cinco años tendrán mayor importancia las políticas micro, es decir, las políticas de proximidad. Los gobiernos de los Estados van a estar muy ocupados en las agendas geopolíticas, y deberán ser los alcaldes y los gobiernos locales y regionales los que den un paso al frente para proteger y cuidar de la gente desplegando una nueva política de los afectos y de la seguridad en el sentido más amplio de la palabra. Igualmente, las ciudades deberán ser el refugio de los valores de un mundo abierto y libre ante el auge de un populismo que se alimenta de la incertidumbre, la desigualdad y el miedo a fenómenos como la inmigración. Las ciudades, y especialmente algunas ciudades, deberán volver a ser ciudades refugio, tanto de personas, bienes y servicios como de valores y narrativas del mundo abierto e inclusivo.

La diplomacia de las ciudades vuelve a cobrar todo el sentido, y esta vez, con un propósito claro y nítido, la preservación de la paz

La tarea no es fácil ni sencilla, pero es ineludible. Las ciudades y los alcaldes tienen la responsabilidad de dar un paso adelante. En particular aquellas ciudades que son las ciudades globales de referencia del mundo libre como París, Londres, New York, Boston, Barcelona, Madrid, Berlín, Roma, Ámsterdam, México, Buenos Aires, Tokio o Sídney por citar algunas de ellas. La diplomacia de las ciudades vuelve a cobrar todo el sentido, y esta vez, con un propósito claro y nítido, la preservación de la paz, la convivencia, la colaboración y el intercambio comercial entre los pueblos y las sociedades. En ese terreno, Barcelona goza de un posicionamiento excepcional. La ciudad es la capital mundial de las redes de ciudades acogiendo las sedes, entre otras, de la Organización Mundial de Ciudades y Gobiernos Locales Unidos (CGLU), la Asociación Mundial de las Grandes Metrópolis (Metropolis), el Centro Iberoamericano de Desarrollo Estratégico Urbano (CIDEU) o la Asociación Internacional de Ciudades Educadoras.

Además de ello, Barcelona cuenta con el reconocimiento, el posicionamiento y un legado como ciudad abierta, diversa e inclusiva que la legitima para ello y de una conexión emocional especial con el mundo. Un activo que hay que movilizar junto a otras ciudades de referencia para crear (simbólicamente) la Liga de las ciudades libres. Libres de líderes tóxicos y autoritarios. Libres de odio y de un lenguaje belicista. Libres para pensar, crear y manifestar nuestras ideas y creencias. Libres para rechazar sin miedo las políticas de la deportación de inmigrantes o a las políticas de cancelación que proclaman los populistas y la extrema derecha. En definitiva, es tiempo de un activismo inteligente y comprometido desde las ciudades. No podremos evitar quizás la confrontación geopolítica, pero debemos proponer un modelo de progreso alternativo porque el mundo lo necesita.