Previa a la intervención del Ballet de l’Opéra national du Capitole de Toulouse en el coliseo barcelonés, el maestro Jordi Savall acometió la interpretación de una suite de pasajes extraídos de Ifigenia en Áulide de Christoph W. Gluck, entre los cuales por supuesto la obertura, considerada por Richard Wagner como punto de partida de una revolución compositiva. Tanto en lo que respecta a la forma como en la expresividad de los materiales, que se debaten entre la imposible búsqueda del equilibrio y el gusto por la galantería: un Clasicismo que en su vertiente más sensual podemos aproximar al Rococó, aun siendo cada vez más ajeno a los mundos posibles y al infinito matemático del Barroco. Si bien aparentemente antitéticos, Rococó y Romanticismo se interpelan en su condición de extremos, sintomáticamente partícipes del binomio que reúne lo bello y lo siniestro —como ensayó Eugenio Trías—, ilustrado en el Siglo de las Luces por obras como El columpio de Fragonard (1767) y La pesadilla de Füssli (1781).
La lectura instrumental de la obra en formato suite —dedicada a aquella figura trágica, que según los dioses ha de ser sacrificada por su padre para procurar el éxito de la campaña militar— sonó sin duda convincente: poderosa en la interpretación con instrumentos de época, que permitieron ataques ágiles en las inflexiones e incisivos por su sonoridad exenta de dulcificación, especialmente raw en los tañidos de los metales, cuya vibración podría sentirse en las primeras filas de la platea: verdad que emana de la partitura en un sentido no sólo metafísico o alegórico, sino como sacudida, como energía que concita más movimiento, interior o exterior. Desde la vehemencia o incluso desde una suavidad que puede ser más cruel que la estridencia.
Pensemos en Chè faro senza Euridice? del mismo Gluck, tema cantábile por excelencia que cualquiera puede haber vivido en su personalísima variación a raíz de la vivencia de la pérdida de lo (que se cree) más valioso y así incalculable, como la vida de la persona amada. La voz enviste de autoridad ontológica al que cantante, como absolutamente verdadero aunque el mundo no existiera, un mundo que de hecho deja de existir en los términos antiguos, se transfigura (magistralmente lo planteó Lars von Trier en Dancer in the Dark).
Incluso si con su autoafirmación el cantante se hace consciente de la grieta que lo escinde, esa consciencia es en gran medida reparadora en la misma medida que lo constituye. Hoffmann pone en boca de Gluck una apreciación que ilustra ese hallazgo cosmogónico: “Tal vez fuera el tema casi olvidado de una cancioncilla que uno canta de otra manera el primer pensamiento propio, y ese embrión, alimentado trabajosamente con ayuda de fuerzas ajenas, acaba por transformarse en un gigante que devora todo a su alrededor y lo convierte en médula y sangre”.
El caballero Gluck
“Rodeado de viejos maestros como Händel o Gluck, a menudo olvido lo que me oprime, y sólo cuando me despierto por la mañana regresan las penosas preocupaciones” escribió a un amigo E. T. A. Hoffmann, escritor contemporáneo de Beethoven, melómano declarado y compositor él mismo. El arte musical, como la actividad onírica —que aquel recreó en sus fantasías literarias— es para la mentalidad romántica un ámbito en que aflora la realidad negada o insatisfecha, como también la herida que marca a fuego el existir, habilitando una suerte de conexión con uno mismo que compensa los sinsabores del día a día, o cuando menos los hace más llevaderos. A “el caballero Gluck” Hoffmann dedicó un relato homónimo, en que fantasea un encuentro —incomprensible según la lógica temporal— con el creador de partituras tan influyentes para el romanticismo como la mencionada ópera o el ballet Don Juan.
La gestualidad amplia de los bailarines del Ballet de l’Opéra national du Capitole altera asombrosamente el espacio-tiempo ya en la recopilación de pasajes de su ópera Semiramis
Sensiblemente se dramatiza en la obra de Gluck la tensión entre la suerte que espera a un individuo particular —Ifigenia como Antígona, Prometeo como Edipo, Orfeo como Euridice— y la universalidad del destino humano, convertidos aquellos en verdaderos arquetipos. Tensión resuelta en su mismísima vehiculación, con la forma sensible-inteligible de un arte que trasciende el espacio-tiempo precisamente por transfigurarse en él el sujeto de la experiencia estética. La abstracción sensual de la música se concreta con la danza, que también sin palabras visibiliza algunas de sus posibilidades semánticas, como pudo verse con la interpretación libre de las tramas de Semiramis y Don Juan: “Muy pocos son los que despiertan del sueño, se alzan y ascienden a través de aquel reino, llegando así a la verdad; ¡ese es el gran momento! ¡El contacto con lo eterno, con lo inexpresable!”.

Semiramis
Sin disimulo es descrito aquel rapto en tonos místicos por Hoffmann/Gluck, como una experiencia de elevación inefable, a cuya comprensión no cabe aproximarse más que parabólicamente, siendo partícipes —cuando no protagonistas— de los movimientos que suscita el esfuerzo por trascender. El misterio y la magia de la danza radica en esa transformación de las energías, que parecen retroalimentarse; la dimensión física, de los cuerpos generadores de movimiento, y la invisible, vibración del más allá que cobra realidad al percutir también en las cuerdas sensibles de nuestra alma. La gestualidad amplia de los bailarines del Ballet de l’Opéra national du Capitole altera asombrosamente el espaciotiempo ya en esa recopilación de pasajes de Semiramis, en qué se aluden a las hazañas de la reina asiria, basadas en una obra de Voltaire. En la versión del Liceu, nos acercamos a la dialéctica entre concreción y abstracción, aquella tensión que el movimiento resuelve.
La articulación mecánica de los movimientos induce a la comprensión del ser humano como autómata, tan libre en su programación como el animal
La excepcionalidad del individuo no se diluye al conformar grupos, con movimientos nunca del todo estereotipados, frente a un lienzo siempre cambiante. Es mérito del coreógrafo Ángel Rodríguez saber articular el protagonismo de unos y otros, dando a entender la presencia de una trama en que el secreto convive con la manifestación: la realidad del principio divino en cada uno de los seres humanos, pasivamente entregado al desgaste de los materiales, pero también, desde la conciencia de la actualización de la herida, abiertos a la posibilidad de entrever desde ahí la luz. Junto a la libre escenificación del liderazgo absconditus de la reina Semiramis, en la segunda parte pudo disfrutarse con una partitura sobre el mito del Don Juan, concebida ex profeso para ser bailada, como ballet.

Don Juan
El genio prerrománico de Gluck prolifera con melodías trepidantes y expansivas, con un regusto de intempestiva atemporalidad. De hecho, alguna de ellas retomada de forma prácticamente literal por Mozart para su Don Giovanni, convertido a su vez en paradigma durante el romanticismo por la transgresión e intrínseca problematicidad del personaje. Asumida como imposiblemente libre, la pulsión paradójica de Don Juan le precipita a la vorágine de placer y destrucción que en el Siglo de las Luces culminará la contrafigura siniestra del Marqués, responsable de haber puesto al imperativo categórico kantiano al servicio de los apetitos más particulares, a pesar de su aspiración universalista.
El protagonista, entregándose a su veneración desde el interior de una amplia crinolina la elevará extendiendo sus piernas hasta una altura más cercana a las estrellas
En la puesta en escena del Liceu, el libertinaje es evocado inauguralmente por la pirámide de cuerpos indiferenciados que absorbe a Don Juan (Alexandre De Oliveira Ferreira, el día del estreno), reapareciendo del otro lado para orquestar los movimientos compulsivos y adoctrinar a las que han de satisfacerlo entre las rendijas floridas de las celosías. La articulación mecánica de los movimientos induce a la comprensión del ser humano como autómata, tan libre —o tan poco— en su programación como el animal, regido por instintos. Entre todas las mujeres deseadas destacará la Dona Elvira de Marlen Fuerte Castro, de quien parece enamorarse… acercándose una posible redención a través de un afecto más genuino. El protagonista, entregándose a su veneración desde el interior de una amplia gonella con crinolina, hábitat predilecto —cuando no prisión, por su condición de retorno compulsivo a la matriz— la elevará extendiendo sus piernas hasta una altura casi celeste.

El baile, coreografiado en esta ocasión por Edward Clug, reincide en la dialéctica que contrapone a la masa de individuos con aquel que se reclama rey o gobernador —Don Juan— por encima mismo del commendatore: la ley del deseo, montada a lomos de un pétreo caballo desde el que se precipita, y con el que se fundirá al final bajo el velo común de la apariencia. Mientras, suenan las ráfagas vertiginosas que retomará Mozart para atraer a su personaje al abismo. El caballero Gluck —explica Hoffmann en su relato— confiesa estar interesado en “volver a asistir a la representación de mi joven amigo… ¿cómo se llamaba…? ¡El mundo entero está en esa ópera! En medio de una multitud de gente variopinta y acicalada, aparecen espíritus del infierno. Todo ella es voz y sonido todopoderoso… ¡Demonios, me refiero a Don Giovanni!”.
Coda
Quebrando descaradamente la linealidad del tiempo, el precursor —Gluck— autor del ballet en que se inspiró el amigo —Mozart— pasa a admirarlo en un a posteriori contraintuitivo en el relato de E. T. A. Hoffmann (quien cambió su tercer nombre por el de Amadeus, reconociéndose como su Gluck admirador del salzburgués). Que la verdad tiene la estructura de ficción, que mediante la parábola del fantasear se acierta mejor en la diana de la realidad afectiva es algo que no solo la neurociencia ha demostrado, sino que cualquier espectador libre de prejuicios puede contrastar, incluso cuando la narratividad es sólo sugerida con ese arte tan abstracto y concreto como es la danza: invoca un espaciotiempo que se altera en su despliegue, siendo el movimiento —como sabemos— lo que transforma la realidad propia.
Hoffmann dedicaría otro relato no menos fantasioso al encuentro acontecido entre los dos actos del Don Giovanni mozartiano, en un backstage sacado de una película de David Lynch: una suerte de posada, que a su vez se confirma teatro, con cabida para representaciones operísticas. Allí se le aparece al narrador una de las protagonistas de ese dramma giocoso —Dona Anna— para decirle: “Te he cantado a ti”. ¿A quién, si no? El oyente es el que completa la realidad de la vibración, siendo él mismo afectado. Hacer desaparecer una jirafa —como en La grande bellezza— o trascender por la elevación de un amor que uno siente más allá de uno mismo no es magia, sino la actividad más humana, falsamente artificiosa.