Neurodivergentes a la mesa

Cada vez más restaurantes y hoteles de Barcelona empiezan a mirar el mundo desde otras sensibilidades

Cuando se habla de inclusión en gastronomía, el imaginario suele quedarse en lo básico: rampas en la entrada, menús sin gluten, opciones veganas. Todo bien, todo necesario. Pero hay otras realidades que siguen siendo invisibles, aunque estén —literalmente— sentadas a la mesa. Hablamos de personas neurodivergentes: quienes no comen igual, no eligen igual, no toleran los mismos ruidos, luces o texturas. No buscan tratamientos especiales. Solo quieren poder disfrutar, sin tener que dar explicaciones.

En Barcelona, algunos restaurantes han empezado a abrir los ojos. No por tendencia, ni por postureo, sino por algo mucho más revolucionario: la empatía. Un gesto que parece pequeño —como una carta adaptada para personas autistas— puede cambiar toda la experiencia. Hablamos de menús con frases simples, pictogramas, indicaciones sobre temperaturas o sabores intensos. No se trata de reducir. Se trata de traducir. De decir: te veo, te entiendo, aquí también hay sitio para ti.

Y la cosa no va solo de restaurantes. El Grand Hyatt Barcelona lleva más de un año colaborando con Autism Friendly Club para reconfigurar su manera de acoger. Han formado a todo el equipo, han repensado protocolos internos, han rediseñado la señalética y adaptado las cartas de los restaurantes con la ayuda de quienes realmente entienden estas necesidades. El objetivo es claro: que salir a comer no sea una prueba de fuego. Que no dé miedo. Que no agote.

No hablamos de espacios especiales; hablamos de espacios normales que dejan de excluir.

También hay que hablar del chef Jordi Esteve y su restaurante Nectari, donde la alta cocina se ha aliado con el sentido común. Las cartas están adaptadas, el lenguaje es claro, los símbolos están pensados para quien los necesita. La Font de Prades, en el Poble Espanyol —más de medio siglo de historia a cuestas—, también ha dado el paso. Lo mismo el grupo Saona, que ha hecho de la sencillez una bandera hospitalaria. Y ojo: no hablamos de espacios especiales; hablamos de espacios normales que dejan de excluir.

Ahora bien, si hay un enemigo que aún reina sin invitación en demasiados comedores, ese es el ruido. Para quienes escuchan el mundo en Dolby Surround sin pedirlo, una comida cualquiera puede volverse una pesadilla sensorial: platos que se golpean, música alta, camareros que gritan como si la energía dependiera del decibelio. En lugar de disfrute, sobresalto. En lugar de sobremesa, huida. Por suerte, lugares como Akihabar han empezado a tomar medidas: menos estímulos agresivos, más ambientes amables. También eso es inclusión.

Quizás, sin saberlo, las cocinas profesionales llevan años siendo refugios sin etiqueta

Y luego están las texturas. Ese terreno incomprendido donde muchas personas neurotípicas pierden el hilo. Porque sí, hay alimentos que algunas personas no pueden ni mirar. Otros que deben comerse en cierto orden. Colores que tienen su lógica. No es capricho, ni manía. Es cómo está cableado el cerebro. Y esto afecta, por ejemplo, a muchas personas con altas capacidades o doble excepcionalidad. No es casual que Mensa se reúna siempre en el mismo restaurante Viena. O que Acacia, la asociación de adultos con altas capacidades, prefiera una hamburguesería de Sant Andreu. A veces, la rutina también es una forma de protección.

Y, por cierto, no sería raro que muchos de los chefs que admiramos se vieran reflejados en todo esto. Jamie Oliver, Heston Blumenthal… no son solo talentos entre fogones: también han contado cómo el TDAH o la dislexia han moldeado su forma de crear. Mientras unos se colapsan entre comandas y estrés, ellos encuentran ritmo, lógica, calma. Quizás —sin saberlo— las cocinas profesionales llevan años siendo refugios sin etiqueta. Lugares donde pensar diferente no solo se permite: a menudo, marca la diferencia.