El pasado miércoles por la tarde fui testigo, desde el balcón de casa, de un momento histórico para la ciudad: el encendido de la estrella y el conjunto de la torre de la Virgen María de la Sagrada Família. Quizás exagero, pero creo que deberíamos retroceder hasta el año 1992, cuando el arquero Antonio Rebollo disparó la flecha que encendió el pebetero olímpico del estadio, para encontrar un momento tan épico para Barcelona. El miércoles —al igual que cada vez que veo las imágenes del encendido de la llama olímpica— no pude evitar emocionarme y mi IOB (Índice de Orgullo Barcelonés) se disparó a máximos históricos. Emoción y orgullo, un doble sentimiento compartido por miles de barceloneses y catalanes en general, a juzgar por los mensajes que se iban compartiendo a través de las redes sociales.
TV3 también se apuntó a la fiesta, con una programación especial que amplificó el evento —en principio, de carácter religioso y barcelonés— y le dio dimensión nacional. Imagino que a los ateos más recalcitrantes les debió chirriar bastante eso de que un medio de comunicación público de un estado aconfesional retransmitiera en directo el encendido de unas cuantas bombillas de una iglesia a medio hacer. En cualquier caso, después de permanecer un buen rato en el balcón viendo nuestra nueva estrella luminosa, en comunión con docenas de vecinos de los edificios adyacentes a los que no había visto desde que aplaudían a los sanitarios, y cuando ya no me notaba los dedos de las manos de frío que hacía, entré en casa para seguir saboreando el momento a través de la tele. Vi al cardenal Joan Josep Omella salir del templo para saludar a la multitud que se agolpaba en los alrededores y pensé chapeau, señores de la Junta Constructora de la Sagrada Família, estáis ganando por goleada. Sí, aunque no soporto los símbolos futbolísticos y, de hecho, tampoco el fútbol en general, pensé: ¡qué golazo!
La Sagrada Família ha ganado el partido a los académicos puristas que consideran que el templo tiene de Gaudí lo mismo que de Gucci los bolsos del top manta. Quizás sí que la Sagrada Família, bien mirado, sea más de Faulí que de Gaudí —perdonadme el chiste fácil—, pero a los cientos de miles de visitantes que recibe cada año les da absolutamente lo mismo: para ellos, vaya para prácticamente todo el mundo, la Sagrada Família es, indiscutiblemente, la gran obra del genio catalán.
El miércoles —al igual que cada vez que veo las imágenes del encendido de la llama olímpica— no pude evitar emocionarme y mi IOB (Índice de Orgullo Barcelonés) se disparó a máximos históricos
También ha goleado a los progres. Desde el malogrado Oriol Bohigas que, todavía en 2015, decía que “la Sagrada Família es una vergüenza mundial” al concejal de Arquitectura del Ayuntamiento de Barcelona, Daniel Mòdol, que, un año después, la calificaba de “mona de Pascua gigante”. Sin negar que el templo es un poco un pastiche y que algunos elementos decorativos son de un gusto cuestionable —hay alguna escultura de nivel gnomo de jardín—, creo que nadie puede argumentar seriamente que el templo debería haberse dejado a medio hacer o que habría que cargarse a martillazos el conjunto escultórico del pobre Subirachs. Sobre todo, una vez entras y te dejas maravillar por esa luminosidad y explosión de colores de los vitrales. Es lo que le ocurrió, por ejemplo, al arquitecto Oscar Tusquets que, en los años setenta, fue uno de los instigadores de un manifiesto en contra de la continuación de las obras de la Sagrada Família. En 2011 —unos meses después de que finalizaran los trabajos de la nave central y, por tanto, la Sagrada Família se pudiera abrir como templo—, Tusquets publicaba un artículo a toda página en El País titulado ¿Cómo pudimos equivocarnos tanto? fruto de una reciente visita al templo que pasaba a considerar “el mejor edificio religioso de los últimos tres siglos”.
Siguiendo con el odioso símil futbolístico, la Sagrada Família ha ganado muchos más partidos y de gran trascendencia. Ha superado retos arquitectónicos, trabas burocráticas, dificultades presupuestarias… Sin embargo, su mayor triunfo —el gol por la escuadra, creo que llamarían los futboleros—, no es ninguno de estos. La Sagrada Família ha logrado consolidarse como el gran icono de la Barcelona del siglo XXI y esto tiene un mérito brutal. Lo tiene porque, en el fondo, tiene algo de extemporáneo que el gran símbolo de la Barcelona actual tan cosmopolita, diversa y descreída, sea un templo religioso y no, por ejemplo, las supermanzanas. Quizá por esta razón la alcaldesa Ada Colau no asistió a la ceremonia de encendido de la estrella…
“Una gran estrella luminosa cambia el perfil de Barcelona y se levanta para llevar luz y esperanza”, leo en la web de la Sagrada Família. El gran triunfo del templo es que una gran mayoría de barceloneses —recemos o no y al dios que sea— nos lo sentimos nuestro y colgamos fotos de su estrella en nuestro Instagram. Victoria, por goleada.