La tediosa parsimonia de la actualidad barcelonesa ha sufrido un terremoto; como saben algunos conciudadanos (bueno, no es así; la mayoría lo desconocen y les resbala) un barco de entre los siglos XV y XVI ha emergido en las excavaciones acontecidas en el antiguo Mercat del Peix, en medio del futuro complejo de investigación que ahí se alojará, junto al campus Ciutadella de la Pompeu Fabra. Los arqueólogos de la ciudad —en especial el director del hallazgo, Santiago Palacios— han recibido la noticia con auténticos orgasmos de placer, pues la pieza en cuestión es un esqueleto de unos diez metros de largo y tres de ancho, de un tamaño inusual en este tipo de descubrimientos. Debido a su localización (unos cinco metros debajo del nivel marítimo), se cree que este barco, bautizado como Ciutadella I, será fundamental a la hora de averiguar los sistemas de navegación de nuestra ciudad durante la era medieval.
En casa estamos entusiasmados y no es la primera vez, porque a menudo visitamos el MUHBA (uno de los museos mejor gestionados de la ciudad… y menos concurridos); allí ya hemos visto en muchas ocasiones el bellísimo espinazo de la banda de babor del barco Barceloneta I, que fue encontrado en 2008 durante los trabajos del baluard del Migdia, junto a la Estación de França. Aparte de contemplar la preciosa carcasa, que parece la espina abrasada de una ballena muerta, ese descubrimiento ya fue trascendental, pues permitió imaginar cómo eran los barcos enteros de la época y, debo insistir, también investigar el papel de Barcelona como eje centralísimo del comercio del Mediterráneo. Ahora habrá que dejar currar a los restauradores del Ciutadella I, unos auténticos artesanos del resucitar; lo tienen difícil, porque devolver la vida a esa madera tan humedecida requiere una cirugía robótica y una paciencia espartana.
Por todo ello, y aparte de la importancia histórica del hecho, pido a nuestros fotógrafos eminentes que se dirijan rápidamente al Mercat del Peix para retratar el descubrimiento. Porque resulta una auténtica maravilla ver el contraste entre el futuro aparcamiento soterrado de un complejo científico con las obras de construcción parcialmente paradas (uno de esos agujeros de piedra rebosante de cables tentaculares, vallas metálicas y toneladas de cemento, como aquel cráter del World Trade Center por el que tanto me gustaba pasear) debido a la simple presencia majestuosa de este espinazo de madera que recuerda nuestros siglos de gloria. Es fantástico, y perdonad que me ponga cursi, manifestar cómo la modernidad científica y la construcción desaforada de una infraestructura gigante puede detenerse por obra y gracia de la irrupción del pasado, con un objeto que todavía conserva la áurea del tiempo.
Espero que nuestros titánicos restauradores lleguen a buen puerto y puedan salvar la estructura básica del Ciutadella I, no sólo porque así nos explicarán más cosas sobre la ambición marítima de los barceloneses (¡recordad que nuestra ciudad ya construyó espigones artificiales en 1439, poca broma!), sino también porque salvarán un objeto del pasado que, a su tiempo, fue tan vanguardista como las piruetas moleculares y genéticas que los científicos de la Pompeu podrán urdir. Es magnífico que Barcelona despunte en ámbitos como la biología evolutiva y la arquitectura sostenible, pero también resulta importantísimo que —cuando se encuentra un ejemplo histórico de un vanguardismo anterior, tanto o más alocado que el de nuestros investigadores— uno pare máquinas en las obras y convoque a nuestros arqueólogos para que nos lo salve. Sin conocer la propia historia, innovar es puro esnobismo.
Se ha encontrado un barco. Ésta es, sin duda, la noticia de la semana, infinitamente superior a cualquier contingencia de nuestra horripilante vida política municipal o a las habituales incidencias de tráfico. Hemos encontrado un barco, será nuestro para siempre, nos permitirá saber de dónde venimos; y, mucho más importante, sabremos también adónde queríamos ir.