Escena Tardes de soledad Albert Serra
Escena de 'Tardes de soledad' de Albert Serra. © Andergraun Films
LA PUNYALADA

Vida de soledad (con coro)

'Tardes de soledad' es una nueva obra maestra de nuestro cineasta más internacional

He tardado mucho en ver Tardes de soledad; de hecho, la he contemplado cuando estaba a punto de esfumarse de las salas de cine, porque sabía a ciencia cierta que me gustaría mucho. El medio camino de la vida es así; te ventilas o ignoras todo lo sobrante de la forma más rápida y, por mucho que parezca paradójico en este mundo del disfrute continuo, esperas aquello que intuyes deleitoso hasta límites delirantes, como si fueras uno de esos maestros —tibetanos, hindúes, yo qué sé— que pueden retener orgasmos durante días o uno de esos boomer que guardaba una botella de Cristal en la despensa para celebrar algo trascendente tras la muerte de Franco (era una mal negocio, porque el champagne siempre se acababa estropeándose). Pero basta ya de figuras literarias, que son algo terriblemente cursi, y hoy estoy aquí para disfrazarme de crítico (ecs), de falso amante del cine y también, sabe mal, de taurófilo decadente.

Muchos críticos han dicho que la última película de Albert Serra puede leerse más allá de la fiesta de los toros. Podría ser, porque —en el fondo— a nuestro querido cineasta le interesa la relación atávica de amor entre dos seres (torero y bicho) que imitan un ritual antiquísimo de seducción y de amor con un desenlace que debe ser necesariamente fatal. Es en este sentido que la mayor parte del filme está configurado por primerísimos planos del torero peruano Andrés Roca Rey digiriendo las embestidas de diferentes tiburones cornudos, con una técnica y un riesgo de aproximación a la bestia que da pavor. Pero la película es inequívocamente torera en el sentido de que éste es quizás el último ritual donde podemos encontrar una forma tan descarnada de amor que deba llevar necesariamente a la aniquilación de uno de los dos miembros de la pareja. Hombres y mujeres decontruidos, abstenerse, porque aquí se viene a explicar que no hay sentimiento sin pinchazo.

La gracia de esta maravillosa película radica, cómo no, en la tipología existencial de su protagonista, un maestro de los toros de aire notoriamente autista y caracterización visiblemente andrógina (como aquel ser maravilloso que en Pacifiction aglutinaba todos los secretos de la Polinesia Francesa). Serra disfruta viéndole marear a la bestia, pero también se entretiene excitándose antes de la corrida, mientras el efebo maravilloso va poniéndose fatigosamente las medias en cada pierna y el chaleco bien empotrado en el cuerpo, antinatural armadura; también mientras se ajusta el corbatín y pide a los ayudantes la montera, para no perder la tranquilidad ante aquel animal desbordante de dolor y furia. En una imagen bellísima del filme vemos al torero solamente con las medias puestas y admiramos su maravilloso culo centrando toda la atención de la cámara, decantándose como Nureyev para estirar la huesera y mostrando que el arte requiere huevos pero también mucha energía anal.

Estamos ante a una nueva obra maestra que, a su vez, es un homenaje al cine y la tragedia

Como todos los grandes matadores, Roca Rey vive alejado del ruido del mundo, tiene un idiotismo que se manifiesta perfectamente en los viajes en furgoneta hacia la plaza, que Serra retrata con tanta habilidad. El maestro no pasa tardes de soledad, sino que vive en estricto aislamiento, un estado roto solamente por su coro de banderilleros, picadores y adláteres. Éste es el único espacio comunitario donde el torero se relaciona con el mundo (Serra esconde voluntariamente cualquier imagen del público, aquí destinado solamente a decoración sonora de la relación entre el hombre y el animal). Utilizamos la palabra coro en un sentido grecorromano, puesto que mientras el héroe no sabe prácticamente dónde está, ni qué ha pasado durante la corrida, son sus hermanos quienes van relatándole el ritual, con una apelación continua a sus cojones y a su maestría mediante un vocabulario del sur que es una auténtica delicia: “Cumbre, ole tus hueves, qué arte, joputa era el toro” y etcétera.

Estamos, y ya no resulta noticia por mucho que sea extraordinario, ante a una nueva obra maestra que —a su vez— es un homenaje al cine y la tragedia, una historia de amor incomprensible entre dos potencias que marcan uno de los rituales más apasionantes de la historia del arte; cruel, a menudo indefendible, pero único en el mundo. Albert ha dado su versión de la soledad, y valía la pena esperarla de una forma excesiva y estúpida, como lo he hecho, para sufrir no sólo el placer del visionado, sino también cierta culpa por llegar ahí tan tarde.

Tardes de Soledad Albert Serra
Una escena de ‘Tardes de Soledad’. © Andergraun Films